María Kodama

María Kodama

La «delicada y discreta» María Kodama, presidenta de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, ha visitado esta que lleva el nombre de Francisco Ayala, viejo amigo de su marido.

Francisco Ayala escribió en 1991, a propósito de su presencia en El Escorial como coordinadora de un curso de verano, que María Kodama, «hada encantadora, posee la virtud de concitar el fantasma del difunto Borges», lo que resultaba muy apropiado para aquel caso por tratarse de un curso sobre literatura fantástica.

Kodama ha pasado unos días en Granada para preparar un proyecto audiovisual sobre Borges y la Alhambra, y hemos tenido ocasión de comprobar que, en efecto, su encantadora presencia también hace presente a Borges.

Durante su visita a Alcázar Genil, María Kodama ha tenido ocasión de conocer los fondos de la biblioteca de la Fundación, entre los que hay un ejemplar de la primera edición de Ficciones con una dedicatoria autógrafa de Borges a Ayala, testimonio de la amistad que mantuvieron en Buenos Aires en la década de 1940.

De ello, y del afecto mutuo que se conservaron siempre, habla también este texto de Francisco Ayala, en el que recuerda además el conmovedor poema que Borges dedicó a la Alhambra:

 «No recuerdo bien si fue en el año 1976 o el 1977 cuando hice desde Nueva York un viaje a Buenos Aires, improvisado y por necesidad breve, para asistir a unos actos de la UNESCO, pedagógica burocracia que tomaba posesión de la Quinta de San Isidro, donada por Victoria Ocampo. Fueron pocos días, y aunque debía asistir a aquellas reuniones para las que había sido invitado, procuré aprovechar la ocasión y verme con mis viejos amigos, muchos de los cuales asistían también a las sabias deliberaciones de la educativa organización. Fryda Schultz sería uno de esos amigos. Tuvimos una larga conversación en términos particularmente cordiales, más a corazón abierto que nunca antes, y fue la última que la suerte nos depararía, pues Fryda murió de ahí a poco. Borges no concurrió a las sesiones, con gran irritación de Victoria: su ceguera le autorizaba a eludir compromisos quizá enojosos, en este caso con pretexto del incómodo viaje a San Isidro. En cambio, sí concurrió a la recepción final en el Hotel Plaza.

»La llegada de Borges a la sala de fiestas produjo el consiguiente revuelo. Borges era ya para entonces una celebridad, y –claro está– todo el mundo se precipitaba hacia él, se aglomeraba alrededor suyo y, quien no conseguía hablarle, se conformaba al menos con tocar reverente el borde de su manto sagrado. Yo me acerqué a mi vez, y él, al oír mi saludo, me reconoció en la voz y me propuso que fuésemos a sentarnos en algún lugar aislado donde pudiéramos hablar tranquilamente. Atrincherados en un rincón tras de una mesita, tuvimos, pues, una buena charla, que comenzó al comentar Borges las modalidades de mi acento andaluz contaminado del rioplatense, y derivó de ahí hacia lo que me parecieron nostalgias suyas de Andalucía, la Córdoba española comparada con la Córdoba argentina donde muchos años atrás habíamos veraneado en chalés vecinos; y Sevilla. Borges cantó bajito para sorpresa mía una de esas canciones de un andalucismo más bien barato que fueron en un tiempo muy populares, algo de «caballo jerezano» o «jaca jerezana», que yo recordaba igualmente –cuántas veces no la habríamos oído por la radio o entonada por las criadas domésticas–, pero que sin duda despertaba juveniles resonancias en el anciano Borges. Él mencionó luego que había estado recientemente en Granada y que había escrito un poema a la Alhambra. «Lo conozco –le dije–, lo he leído no hace mucho en La Nación.» Por no sé qué feliz casualidad, había llegado en efecto poco antes a mis manos en Nueva York ese número del periódico porteño.

»Es un poema conmovedor. La radiante, deslumbradora luminosidad de la Alhambra está «vista» por el ciego mediante los sentidos restantes. Tampoco ahora ha de rebajar «a lágrima o reproche» la referencia a su ceguera. «Grata la voz del agua / a quien abrumaron negras arenas», comienza, recogiendo a través del oído la impresión del paraje que se niega a sus ojos, para apelar en seguida al sentido del tacto: «Grato a la mano cóncava / el mármol circular de la columna». Y otra vez al oído: «Gratos los finos laberintos del agua / entre los limoneros, / grata la música del zéjel». El olfato acude luego, evocando la sensualidad y la religiosidad musulmanas: «Grato el amor y grata la plegaria / dirigida a un Dios que está solo, / grato el jazmín». La segunda estrofa del poema inicia el tono elegíaco colocándose el poeta, muy borgianamente, en la posición del árabe expoliado: «Vano el alfanje / ante las largas lanzas de los muchos, / vano ser el mejor», para intensificar en seguida la suave queja melancólica en la estrofa final: «Grato sentir o presentir, rey doliente, / que tus dulzuras son adioses, / que te será negada la llave, / que la cruz del infiel borrará la luna, / que la tarde que miras es la última». Resulta aquí ineludible recordar la fascinación de Borges con el maravilloso verso de Quevedo: «Y su epitafio la sangrienta luna», donde la alusión al símbolo militar mahometano se pierde bajo la belleza deslumbrante de las palabras acuñadas, haciéndonos vislumbrar un astro enrojecido. Es una luna más de cuantas aparecen en los escritos de Borges, quien nos había advertido: «Cuando en Ginebra o Zürich, la fortuna / quiso que yo también fuera poeta, / me impuse, como todos, la secreta / obligación de definir la luna».

»Sólo una vez después de esa ocasión he vuelto a ver a Borges. Fue en el Hotel Palace de Madrid, poco tiempo antes de su muerte, y ahora en compañía de María Kodama, criatura delicada y discreta que, seguro estoy, debió de llevar felicidad a la vida de mi amigo.»

[Francisco Ayala, «Últimos encuentros con Borges», Recuerdos y olvidos (1906-2006)]